IGORs

jueves, 22 de julio de 2010

NUEVOS INQUILINOS "El pez más grande" (primera entrada)


El primer día

Silvia se despertó sobresaltada. Durante un largo instante se sintió completamente desorientada, se notaba en tensión, no encontraba ningún punto de anclaje para recordar donde se encontraba, nada familiar. Enseguida se calmó al reconocer un viejo sillón de cuero. Hacía solo dos días que vivía en aquella casa, aún no se había acostumbrado. El timbre sonó, seguramente eso la había despertado. Se puso en pié con cuidado, aún aturdida por la cabezada que había dado en el sofá nuevo. Era realmente cómodo. Se ató la bata que llevaba encima del camisón y se dirigió a la puerta. Al abrirla se encontró con una pareja joven, ella con piel blanca y pelo moreno rizado, el hombre tenía algunos kilos de más y tenía una calva en mitad de la cabeza, le recordó a algún fraile de película. Ambos mostraban unas amplias sonrisas.


-Bienvenida vecina -dijo ella con un tono de voz demasiado jovial para el gusto de Silvia.

-Si… bueno, buenas -comentó, aún algo dormida- ¿queríais algo?

-Solo darte la bienvenida al barrio -comentó el hombre también sonriente, por un momento Silvia tuvo que reprimir una carcajada, le recordaban a un anuncio de dentífrico.

-De acuerdo -comenzó dubitativa, estaba algo cansada, no obstante parecía gente amable y no le vendría mal hacer nuevas amistades-. De acuerdo -repitió sonriendo-, pasad.

-Muchas gracias, vecina -comentó la chica-. Me llamo Isabel y este es mi novio, Diego.

-Un placer, yo me llamo Silvia -abrió la puerta totalmente-. Pasad al salón, perdonad el desorden, pero aún no he terminado de organizarlo todo.

Pasaron y se sentaron: la pareja en el sofá en el que dormitaba Silvia minutos antes, ella en el viejo sillón.

-Bueno… ¿qué te ha traído al barrio, vecina? -comentó Isabel.

-Mi novio, bueno, mi prometido Iván -rectificó ella con un ligero rubor en el rostro-. Se ha dedicado a viajar mucho desde que nos conocemos, por motivos de trabajo, pero ahora que he terminado la carrera va a dejarlo un poco de lado, compró esta casa para los dos.

-Que suertuda -exclamó alegre Isa- ¿De qué trabaja para podérselo permitir?

-Es el encargado jefe de una importante compañía de investigación arqueológica, recibe fondos de varias Universidades -mientras contaba aquello, se notaba en su rostro lo orgullosa que estaba-. Bueno, que contáis de vosotros, vecinos -prefirió reconducir la conversación hacia ellos.

-Bueno -comenzó la joven-, aquí mi marido se dedica al negocio de los seguros -él asintió sonriente-. Yo me dedico a cuidar de nuestros dos hijos: dos diablillos traviesos de cinco y nueve años.

La conversación continuó, intranscendente, la típica amabilidad ante nuevos vecinos: algo de coba y resumen a grandes rasgos de las vidas de cada cual. Poco rato después, se despidieron amablemente.

Durante el resto del día la situación se repitió varias veces con distintos vecinos. En todos aquellos encuentros Silvia trató de ser educada y amable, pese a, en las últimas visitas, estar ya algo harta de tanta interrupción.

Al fin la noche llegó provocando que la calma y quietud dominasen aquella urbanización, poblada por gente demasiado benévola, casi tópicos. En semejante lugar nadie rondaría por la noche. Una frase de su padre le vino a la memoria, la repetía en las ocasiones que ella se quedaba hasta tarde despierta “la gente decente ya está durmiendo a estas horas”. Torció la boca en una sonrisa, aquel recuerdo familiar resultaba agradable en contraste con todas las novedades de la mudanza.

Su calle constaba tan solo de catorce casas –realmente trece, pues una de ellas estaba deshabitada y en fase de reformas tras un incendio, según le comentaron sus vecinos-.

Quizás la urbanización fuese un vergel de tranquilidad y quietud, pero para ella, acostumbrada a vivir en la ciudad, tanto silencio en la enorme casa que ahora le servía de hogar, resultaba casi perturbador. Sin poder evitarlo encendió la luz de la cocina antes de observar su interior y, pese a estar sola, cerró la puerta tras de sí antes de comenzar a preparar la cena. Cuando llegase Iván toda esa inquietud desaparecería, su proximidad siempre le había resultado tranquilizadora.

Mientras metía en el microondas unos macarrones que sobraron de su comida del día anterior, recordó fugazmente como se conocieron. Había sido en su primer curso de Universidad, en una charla sobre civilizaciones antiguas, centrada principalmente en Mesopotamia y Egipto. El encargado de dar la charla, de unos treinta años largos, irradiaba un aura de distinción y calma, parecía imperturbable a la par que sabio, fue un flechazo. Poco después coincidieron en la cafetería del campus, sin duda el destino. Aquel día comenzaron a conversar y el resto es historia. Historia, la carrera que ambos compartían, aunque él siempre había demostrado más conocimiento que sus maestros de Universidad.

Se comió los macarrones templados, con un poco de queso a medio derretir por encima, sin apenas saborearlos, parecía una chiquilla, no podía estar tranquila en aquel enorme caserón.

Poco después, en la cama ya, en su habitación del segundo piso, logró, tras un buen rato de intentarlo, quedarse en duermevela. En ese estado recordó comentarios que le habían hecho sobre la única vecina que no la había visitado, la de enfrente, decían que se trataba de una vieja amargada. “Mañana iré a hacerle una visita” pensó mientras su consciencia viajaba, por fin, a los dominios de Morfeo.

NUEVOS INQUILINOS "El pez más grande" (segunda entrada)


El segundo día


El brillo del sol alcanzó su cara, inundándola de un confortable calor. Se despertó algo incómoda por la luz.


Mientras desayunaba canturreaba por lo bajo, su pasión secreta -y seguiría siendo secreta-. Cantaba de ánimo ante un nuevo día, los miedos nocturnos habían dado paso a las energías matutinas de una ex universitaria, que al fin podía despertarse a media mañana sin perder clases durante el proceso.


Se sirvió zumo de un brick mientras la leche se calentaba en el microondas. Al contrario que durante la oscura noche, ahora mantenía las puertas abiertas o entornadas sin ni siquiera percatarse de ello.


Dos cucharadas de azúcar acompañaron el vaso de leche antes de que se lo bebiese a cortos sorbos. Se asomó a la ventana ataviada con su camisón y la bata.


Lo que vio le estropeó la tranquila mañana.


En el jardín de enfrente había una anciana golpeando con un bastón alternativamente a un niño que lloraba y a un perro que apenas sería un cachorro.


Antes de ser consciente de sus actos, ya había salido a la carrera en aquella dirección.
Cuando llegó, la anciana con un rostro tremendamente envejecido, surcado por auténticas telarañas de arrugas, estaba golpeando al perro mientras le impedía levantarse con la otra mano, nudosa y esquelética. Ante los gañidos lastimeros del pobre animal, Silvia no pudo contener su rabia, hizo lo primero que se le ocurrió, arrojó la leche caliente al rostro de la vieja. Acto seguido dejó caer la jarra y ante la mirada perpleja de la anciana le arrebató el bastón y lo arrojó a mitad de la calle.


-¡¿Está usted loca, maldita vieja, o qué diablos le pasa?! -Exclamó a voz en grito la joven.


-¡Maldita niñata! -vociferó la anciana a su vez-. Esta bestia se ha cagado en mi césped, en cuanto coja mi bastón le abriré el cráneo.


Una sonora bofetada fue la respuesta que recibió la vieja por parte de Silvia.


-¿Qué… qué acabas de hacer, criaja desvergonzada? -la anciana parecía más asombrada que dolorida.


-Váyase a un puto psiquiátrico, maldita loca, y deje en paz a la gente normal, no puede golpear a un niño y un cachorro porque hayan dejado una cagadita en su puñetero césped -Silvia estaba enrojecida de furia, no recordaba haber estado tan cabreada, ni haber usado ese lenguaje nunca. La anciana levantó la mano en gesto de reprimenda pero la muchacha se la apartó de un bofetón y retomó la palabra-. No se le ocurra recriminarme nada, como la vuelva a ver golpear a un niño o un perro la denuncio a la policía.


Ayudó a levantarse al asombrado niño y lo acompañó, tirando de la correa del asustado perro, ninguno de los dos parecía estar herido de gravedad.


-Te arrepentirás, maldita- comentó, con voz furiosa, la decrépita anciana-. Créeme que te arrepentirás.


Acompañó al chavalín a su casa, entre sollozos aclaró que se llamaba Arturo. Resultó ser uno de los hijos de Isabel y Diego. Ambos padres estaban ausentes, así que estuvo un rato con Arturo. Una vez se calmó y comprobaron que el perro se encontraba bien, le dejó su número, pidiéndole que la llamase ante cualquier problema y se volvió, aún algo enfadada, a su casa.


Al llegar se maldijo a sí misma por estúpida. ¿Se había dejado la puerta abierta al ir a socorrer al niño? ¿Y no se había dado cuenta hasta ese momento? Resultaba posible, sin duda, había salido corriendo para ayudar al desvalido chavalín, pero era extraño, que no echase la llave puede, pero que dejase abierto no era propio de ella. Comprobó que no parecía forzada, aunque sin garantía alguna, ella no era ninguna profesional. Rezó porque ningún ratero oportunista, ni la lunática, hubiesen entrado en su casa. Entró, algo temerosa, nada en el pasillo, tan solo la penumbra propia de un pasaje interior de la casa. Empujó con cuidado la puerta de la cocina, tampoco, notaba como le temblaba el mentón. Dentro de la cocina sujetó un afilado cuchillo de cortar carne y avanzó por el resto de la casa. Después de una rápida ronda por su nuevo hogar se convenció de que, aparentemente, no faltaba nada, aunque con el caos de cajas de la mudanza tampoco podía asegurarlo se recordó a sí misma. Un poco más tranquila devolvió el cuchillo a su sitio, no obstante la tensión permanecía.


El resto del día transcurrió en la rutina de una mudanza, desembalando cajas y colocando objetos y recuerdos, de la anterior etapa de su vida. Llevaba a cabo su labor con cierto frenesí, para intentar soltar adrenalina y quitarse de la cabeza a la anciana. No podía evitar que el recuerdo de aquella momia en vida la intranquilizase, era la vieja más afectada por la edad que había conocido; esquelética, con millares de arrugas enlazándose las unas con las otras y unos ojos entrecerrados, aviesos, locos.


Cuando la tarde estaba ya bastante avanzada, se dio cuenta de que, sin pretenderlo, miraba de vez en cuando hacia las ventanas. Al caer en aquello fue consciente de lo terrorífico que le resultaría encontrarse a la anciana apoyando su rostro contra la ventana de la casa.
El reloj marcaba las siete y poco de la tarde, cuando abrió una caja de álbumes y fotos sueltas. La primera que cogió le trasmitió una serena calma. En aquella foto aparecía una hermosa joven, de pelo rubio hasta los hombros y ojos avellana, su rostro aparentaba menos edad de la que tenía, a su lado, un hombre algo más mayor, con media melena y una cuidada perilla, moreno, con alguna cana, y una mirada benévola, sabia. Silvia e Iván en su última excursión a la montaña, unos pocos meses atrás. Esa foto la hizo recordar que esa misma noche, de madrugada, llegaría su prometido. Aquel pensamiento borró el temor que la había controlado antes. Se acurrucó en el sofá observando la foto, descansando del trajín y la ira que aquel día la había invadido.
Se despertó sobresaltada, irguiéndose por completo en el sofá, en completa oscuridad. Un terror fundamental, el miedo a lo desconocido la embargó, era de noche y no había ninguna luz encendida, debía ser noche cerrada pues apenas entraban penumbras por la ventana. Empezó a temblar, no conocía aquella casa, y le aterraba encontrar algo en mitad del camino que la separaba del interruptor de la pared, que, en esos instantes, tanto daba que estuviese en la casa de al lado.


Cogió aire, apretó puños y mandíbula con decisión y se puso en pie. A su alrededor solo había negrura. Avanzó a tientas, cada vez que pensaba en la posibilidad de que sus manos chocasen contra algo, como una piel arrugada, su corazón se desbocaba. La tensión que la embargaba era tal, que cuando al fin alcanzó la pared estaba ensordecida por sus propias palpitaciones. Siguió la pared hasta tocar el interruptor y lo encendió. Por unos momentos temió mirar a su alrededor, angustiada por aquello que la nueva luz pudiese revelar. Por fin, se giró. Nada, todo estaba tal y como lo había dejado antes de quedarse traspuesta.


Saltó, apartándose de la pared. Había notado un leve cosquilleo a lo largo de la espalda, como si unos finos palillos la rozasen. Observó el muro, pero no había nada.


“Has de calmarte, no hay nada” comentó en un murmullo para sí misma.


El timbré del teléfono le provocó un nuevo sobresalto.


“Hoy no gano para sustos”


Se sentó en el viejo sillón de su prometido y se llevó el auricular a la oreja.


-¿Diga?

-¿Silvia? -la voz delató a su interlocutora como su vecina Isabel.

-Sí, ¿eres Isa?

-Sí, hija, sí -se la notaba tensa-. Acabo de llegar a casa, Arturo me ha contado el incidente de hoy.

No sé cómo agradecértelo.

-No ha sido nada. Cualquiera hubiese hecho lo mismo, esa vieja está loca.

-Tienes toda la razón, ¿tú como estas?

-Bien, estaba dando una cabezada

-Ay, lo siento si te he despertado chica.

-Nada, no te preocupes, no pretendía dormirme -“Y hablar con alguien me hacía falta para

relajarme” pensó Silvia- ¿Cómo están tu hijo y el perro?

-Arturo ya bien, Roby aún está algo asustado, no se aleja de nosotros, pero también está bien. Durante unos días mi marido se encargará de bajar al perro para evitar problemas.

-Me alegro de que estén bien.

-Oye Silvia, no puedo entretenerme más, tengo cosas que hacer pero… ten cuidado ¿de acuerdo?
-¿Qué? -Silvia notaba como su corazón volvía a acelerarse- ¿Por qué dices eso?

-Es… es una tontería -comenzó dubitativa Isa-. Pero… solemos evitar problemas con esa anciana.

-¿Y eso?

-Es una tontería, pero ya sabes, más vale prevenir.

-Tú cuéntamelo -pidió Silvia, tensa.

-Tuvo problemas con tres vecinos en el pasado, desde que vive en esta urbanización -Silencio, parecía costarle continuar-. Probablemente sea una tontería y no tenga nada que ver pero… los

tres desaparecieron.

-¿Cómo que desaparecieron? -Silvia notaba la garganta seca- ¿Les hizo algo?.

-No sé, en realidad no se supo nada, solo no se les volvió a ver.

-¿La policía lo investigó?

-Sí, durante meses, pero nada. Ya te digo que es una tontería, es solo una anciana, apenas puede mantenerse sola, no pudo hacer nada. Solo te pido que te cuides… y gracias, tengo que colgar, nos vemos.

-Adiós -se limitó a contestar Silvia.

Colgó el teléfono casi sin darse cuenta. Se levantó y observó la habitación en toda su amplitud, nada destacaba. Se sentó de nuevo en el sillón. Le gustaba donde estaba emplazado el sillón, apoyado contra la pared, encarado a los ventanales de la sala y la puerta que daba al pasillo. Se acercó a la estantería de la pared para coger un libro, su paso era más rápido y furtivo que el que usaba normalmente. Volvió rápidamente al sillón. Un rato de lectura la relajaría. Casi ni se había dado cuenta del libro que había cogido, “La llamada de lo salvaje”.

“Al menos, no he sido tan tonta de coger uno de terror” se mofó de sí misma. Abrió el libro y comenzó la lectura. Ese libro le había pertenecido desde pequeña, fue de sus primeras lecturas. Poco a poco, sin poder evitar miradas sutiles a la habitación, la lectura cumplió su objetivo y empezó a relajarse de nuevo.

Levantó la mirada del libro al poco de comenzar el cuarto capítulo, sin saber muy bien porqué. Retomó la lectura algo más inquieta. Volvió a interrumpirla, esta vez lo había notado, un ruido, como un leve rascar, vio como el libro vibraba levemente en sus manos debido a su alterado pulso, así que lo dejó sobre la mesa. Se levantó, y se acercó con cautela a la pared de la estantería; de nuevo se oyó el leve ruido. Parecía provenir del espacio entre el interruptor y la estantería. Se quedó quieta, hierática, ¿y si había algo en el pasillo?, rascando la pared, haciéndola ir, ¿y si estaba la anciana armada?. Le costó, pero tragó saliva y se forzó a regular la respiración. Con la mano derecha sujetó con fuerza una estatuilla de piedra que reposaba encima de un estante. La figura medía sus buenos veinte centímetros, la había traído su marido de África. Con la mano izquierda abrió de par en par la puerta. Nadie esperaba allí.

Otra vez aquel ruido. Era obvio que provenía de aquel trozo de pared, pero no había nada en ninguno de los dos lados.

“¿Carcoma?” pensó “¿La carcoma se come el ladrillo y el yeso?”

Posó una mano a cada lado de la pared y notó un cosquilleo en las palmas.

“Joder, como sean ratas el de la inmobiliaria se va a enterar”

Dio un par de golpes con los nudillos, pero no oyó que sonase a hueco. Pese a lo extraño de la situación se sentía un poco mejor. Serían insectos o alimañas, algo asqueroso seguro, pero un exterminador podría dar buena cuenta de lo que fuese. Además su cuarto estaba en el piso de arriba, lejos de ese ruido.

Se estiró sintiéndose tonta por los temores nocturnos que la atenazaban continuamente. Se dispuso a cenar viendo la tele de la cocina, distanciándose así de lo que hubiese en la pared.
Media pizza casera al microondas le sirvió de cena, mientras veía Los Simpson, eran repetidos, como de costumbre, pero no había ningún otro programa de interés a esa hora.

Cuando fregaba los cacharros de la cena notó algo. Se giró en redondo. Nada. Volvió su atención de nuevo a los cacharros, más atenta. Otra vez, aquel mismo ruido de antes, pero más fuerte. Dejó el fregadero a su espalda dirigiéndose al pasillo. El ruido había aumentado, sonaba mucho más fuerte. En el momento que apoyó la mano sobre el picaporte de la cocina advirtió otro detalle nuevo, el ruido venía de la pared de la cocina. Abrió con decisión y salió al pasillo, sin pensarlo. Tal y como suponía no había nada, tan solo aquel constante ruido de rascado.

“Vaya” pensó algo intranquila “esto no es normal, debemos tener un nido de algo en las paredes”

Bastante inquieta apagó el televisor, sin el sonido del aparato aquel ruido resultaba muy molesto.

Preocupada, se dirigió hacia arriba por las escaleras, manteniendo constante su rutina de encender todas las luces a su paso. Una vez en su habitación, se tumbó en la cama, dejó la lamparilla de noche encendida y se dispuso a intentar dormir.

Una hora. Nada.

Dos horas. Imposible dormir. Oyó un leve rascar en la puerta, la cual comenzó a entornarse. Notaba como el pulso se le aceleraba, era incapaz de reaccionar. La puerta terminó de abrirse, había una figura agachada a cuatro patas en el suelo. Empezó a avanzar lentamente rumbo a la cama. Silvia intentó gritar, huir, pero se sentía incapaz, no podía moverse, estaba congelada de puro terror. Una mano raquítica se apoyó sobre la cama, a continuación otra, la arrugada cara de la decrépita anciana asomó por encima del borde del colchón, estaba desfigurada en una mueca de furia.

Se despertó. Un sudor frío le recorría todo el cuerpo y temblaba sin poder controlarse. Una pesadilla, todo había sido una pesadilla. Sonrió, estaba en la habitación, pero era incapaz de relajarse, algo no cuadraba, el ruido estaba allí. Un escalofrío la recorrió todo el cuerpo. No lo había notado antes porque aparecía en su sueño, no varió lo más mínimo.

Se levantó de la cama mostrando más valor del que creía poseer y se aproximó a la pared que daba al patio trasero. Era ahí donde se oía aquel desesperante sonido. Era mucho más fuerte que en el piso inferior.

“No puede haber nada, estoy en un segundo piso” Pese a no dejar de repetir en su interior ese pensamiento, era incapaz de calmar su desbocado corazón.

Al fin llegó a la ventana, la abrió con cuidado y miró al exterior. Una vez más, nada la aguardaba. Pese a ello, aquel ruido se mantenía constante y e in crescendo.

Ese rascar le resultaba insoportable, se iba a volver loca. Miró el reloj de la mesilla, las tres y media de la madrugada, faltaba poco para que llegase su prometido.

Fue al baño con el fin de enjuagarse el rostro y así, tal vez, calmarse un poco. Surtió efecto a medias, se sentía un tanto más relajada, pero aún estaba intranquila. Al salir del baño se encontró encarando la puerta de su habitación, entornada. Tan solo había dado un paso cuando se detuvo en seco ¿Había visto movimiento, o eran imaginaciones suyas?

“A este paso acabo loca, debo habérmelo imaginado”

Tras un segundo paso se detuvo de nuevo. Estaba segura, algo se había movido en su habitación. También notó que el incesante ruido se había parado.

“Deben ser ratas, alguna estará pasando por la mesilla, lanzando sombras a la habitación”
Caminó despacio, ni siquiera ella era capaz de creerse su propio razonamiento, pero era la única respuesta lógica. Necesitaba entrar en aquella habitación y encontrar una o varias ratas correteando. Necesitaba que todo tuviese lógica, abriría la puerta y vería un montón de asquerosas y repugnantes ratas correteando por su habitación.

Abrió la puerta.

No pudo gritar. Lo que vio ante ella le quitó el aliento. Comenzó a dolerle el pecho y los ojos se le nublaron. Lloraba de puro terror.

Frente a ella había una figura simiesca, pero esquelética, balanceándose como en estado de ebriedad; la piel, correosa y lacia, parecía colgar lánguida de sus huesos; su rostro era una caricatura grotesca, a medio camino entre humano e insecto indefinible, sus ojos resultaban inexpresivos y su boca parecía más una cicatriz; sus largos brazos acababan en unas afiladas garras.

Silvia no podía gritar ni moverse, sentía como sus músculos se contraían sin efecto alguno. Entonces, la obscena figura se giró, encarándola. El cuerpo de aquel ser se detuvo y tensó como un felino al acecho e instantes después saltó en su dirección.

Apenas logró reaccionar a tiempo, cerró la puerta de golpe. Un segundo después un tremendo impacto contra la puerta la hizo caer de espaldas. Gritó, un alarido de puro terror. Logró entre lágrimas gatear hasta la escalera y ponerse en pie ayudándose de las manos cuando oyó como la puerta de su cuarto se hacía pedazos. Descendió a la carrera, escuchando los pasos del imposible depredador a sus espaldas. Alcanzó el pasillo inferior. Oía como el ser recortaba distancia.

Apenas quedaban unos metros para la puerta de la casa. Miró hacía atrás y se arrepintió. Aquel ser avanzaba con el mismo correr mecánico de un insecto, rápido y terriblemente irreal.
Chocó contra algo y se hizo la oscuridad. Los pasos seguían avanzando pero se detuvieron en seco.

“Ya está, estoy muerta” el pensamiento resultaba extrañamente relajante, ya no podía hacer nada, no podía huir. Se acabó. Entonces recordó a Iván y rompió a llorar.

-¿Por qué lloras? -era la voz de Iván.

La luz reapareció. Estaba tumbada sobre Iván, el largo abrigo de su prometido le había tapado durante la caída, por eso no veía nada. Entonces el terror volvió a su mente.

-¡Tenemos que irnos, hay un monstruo en la casa! -le gritó.

-¿Un monstruo? -Iván lucía aquella sonrisa condescendiente, que a ella agradaba y enfurecía a partes iguales.

-Es verdad, tenemos que irnos.

-Relájate, no sé qué diablos ha pasado, pero ya está.

Iván se levantó y accedió al interior de la casa mientras Silvia le miraba impotente. Desapareció entre la penumbra del hogar. La luz del pasillo se encendió, no había nada.

-Vamos, entra. Me encanta ese camisón, pero si lo usas en la calle a estas horas vas a pillar un resfriado -seguía mostrando aquella sonrisa.

Iván subió las escaleras. Silvia le siguió unos segundos más tardes, aún temerosa de lo que pudiese acechar en las sombras. Al alcanzar el segundo piso respiró aliviada, Iván tenía la mano apoyada sobre la puerta del dormitorio, no estaba rota ni dañada en lo más mínimo.

-Debió de ser una pesadilla… pero… era tan real.

Su prometido la abrazó y besó con ternura.

-No pasa nada, ya estoy aquí, ahora vamos a la cama y cuéntame que tal estos días.

Así lo hizo Silvia, le contó al siempre atento Iván sus conversaciones con los vecinos y el incidente con la anciana; el extraño ruido de las paredes y las dos horribles pesadillas.

-Vaya -se limitó a comentar-. Bueno, ahora durmamos.

Ambos se acurrucaron, el uno contra el otro y no tardaron en quedarse dormidos.

NUEVOS INQUILINOS "El pez más grande" (tercera entrada)


El tercer día


Lavinia se levantó con pereza, sus viejas articulaciones se quejaron por el esfuerzo. A sus noventa y dos años se conservaba, según su propia opinión, bastante bien. Se detuvo ante el espejo y dejó caer el ligero blusón que la cubría a la hora de dormir. Se vio hermosa. Hacía tiempo que era incapaz de ver lo raquítico y escuálido de su figura; las mil y una arrugas que la hacían parecer una muñeca de cuero maltratada por el tiempo. Una juventud de excesos y coqueteo con lo oculto y extraño la habían hecho parecer una década más anciana. No obstante, debía al ocultismo el que su cuerpo aún funcionase en condiciones, a pesar de su frágil apariencia.


Su olvidadiza mente le recordó, en susurros, lo acaecido el día anterior y sonrió. Esa criaja ya debía haber desaparecido. La muchacha se lo había buscado, pegarla, a ella.


Cumplir su venganza fue tan sencillo como entrar en la casa de la niña, mientras esta se llevaba al maligno duende y su bestia, coger un pelo de la almohada y volver a su hogar; una vez allí no tuvo más que recurrir al “Liver Ivonis”. Un calambrazo de placer recorrió su antiguo cuerpo, “El libro de Eibon”.Siempre que recordaba aquella joya, un frío placer la inundaba.
Aquel libro era uno de los compendios más poderosos de saberes ocultos. Ella misma, poderosa bruja, solo había podido comprender una pequeña parte de los misterios y hechizos que el libro poseía. El ejemplar que ella tenía en su haber era una traducción, cosa obvia, si hacía caso a las leyendas, Eibon era un hiperbóreo, más viejo que la Atlántida.


Algo llamó su atención. Observó, con la frialdad y quietud de una víbora. Enseguida descartó que nada la acechase, pero algo en su interior se removió. Aguzó su fino oído y lo percibió. Un susurro, en la esquina superior derecha de la pared que estaba mirando. Su gesto se torció y miró allí, con tranquilidad. Entonces unas pocas volutas de humo empezaron a emerger de la esquina, un humo oscuro, extraño.


Lavinia se cayó de espaldas, era imposible.


Del humo comenzó a salir una pata, extraña, llena de llagas, un líquido azulado oscuro supuraba de esas heridas; una cabeza, con una mueca de ira y hambre infinitas salió a continuación, sus ojos completamente en blanco, parecía un perro infernal. Entonces comprendió que era aquello, entendió que iba a morir.


Se levantó a toda prisa del suelo corriendo hacia el piso bajo, sabía que no podía huir de aquello, pero no se iba a dejar matar. Usaría el libro, quizá aun pudiese salvarse.


Cuando tenía el primer pie en la escalera sintió un desgarrador latigazo en la corva, le falló la pierna herida y se desplomó por las escaleras.


Apenas era capaz de mover su vapuleado cuerpo, la pierna le dolía horriblemente y el pecho le ardía al respirar. Se arrastró hacia el salón, la caída le debió provocar una brecha en la cabeza porque la sangre comenzaba a cegarla. Consiguió sobrepasar el marco de la puerta.

Un hombre, moreno, algo cano, con una perilla cuidada y bien vestido estaba sentado en la mecedora de Lavinia. En sus manos tenía el libro.




-¡Maldito necio! -bramó la bruja- ¡Has sido tú, joven advenedizo, nos has condenado a los dos, no sabes lo que has traído!


-Un sabueso de Tíndalos -la naturalidad con la que dijo aquellas palabras heló la sangre de Lavinia-. Tú trajiste aquí a un adimensional, un vagabundo, para matar a mi prometida, pensé que sería buena retribución emplear a un sabueso.


Unos jadeos ansiosos sonaron a espaldas de la anciana, el sabueso estaba allí.



-Pero lo he pensado mejor -dijo Iván mientras se levantaba de la mecedora-. Fuera.



Los jadeos desaparecieron.



-¿Quién… quién diablos eres tú? -Lavinia sentía autentico pavor por primera vez en varias décadas, sus ojos desorbitados así lo atestiguaban.



-Yo le enseñé algunos de sus trucos a Houdini -comenzó con aire teatral el hombre-, yo fui consejero de Carlomagno, yo aprendí a jugar al ajedrez con… -estalló en carcajadas-. ¿Sabes?, tengo todo un discurso preparado para estas ocasiones, pero en vista de tus conocimientos me lo voy a saltar. Vayamos al grano -se agachó al lado de la anciana, poniendo ante ella el libro-. Yo escribí este libro.


-Eibon -la voz de la maltrecha mujer fue un susurro al pronunciar aquel nombre, casi sagrado entre los brujos.



-Sí, niñata, sí -se levantó nuevamente-. Tú, una recién nacida para mí, una novata en el mundo de lo oculto…


-Soy una poderosa bruja -la interrupción de Lavinia era fruto de su ego herido, de la frustración, del miedo, casi una rabieta infantil-. Llevo décadas usando poderes oscuros.


-¿Décadas? -Eibon volvió a reírse ante la airada bruja-. Yo llevo casi un millón de años esgrimiendo poderes que no te atreverías a imaginar, bufona. Pensaba ser benévolo, que el sabueso te devorase. No obstante he cambiado de idea. Una recién llegada decide, así por las buenas, intentar acabar con algo que he decidido que ha de pertenecerme, al menos durante unas décadas. Estoy furioso Lavinia, he expulsado al habitante de Tindalos, pero ahora tiene tu olor, volverá. Antes de que eso suceda quiero que sufras, que sufras de verdad, que te arrepientas del día en que pusiste un dedo encima de mi prometida -volvió a agacharse al lado de la anciana.



-¿Qué… Qué haces?


-Tan solo mostrarte los poderes que has intentado controlar, aquellos a los que llamas con tus hechizos -le posó suavemente la mano sobre los ojos.




Silvia canturreaba alegre cuando Iván entró por la puerta.



-¿A dónde has ido, amor? -le preguntó dejando de cantar al instante.


-A comprar el periódico -respondió.



Después de un agradable desayuno de pareja, él abrió el periódico y ella se puso a fregar. En ese momento Silvia vio como un coche de policía paraba frente a la casa de la anciana. La vecina de la casa de al lado estaba allí de pie, lívida, con un teléfono en la mano.



-¿Qué demonios? -murmuró.



-¿Pasa algo? -preguntó Iván.



-No, nada, ahora vengo.


Salió a la calle al tiempo de ver como dos policías sacaban a rastras a la anciana. Una oleada de miedo y repulsión asaltó a Silvia. La vieja se había arrancado los ojos y no dejaba de gritar. Le costó hacer de tripas corazón para quedarse allí y poder entender que gritaba. Al fin entendió sus alaridos “¡Aún los veo, aún los veo!”.



Cuando el coche se marchó, se acercó con paso titubeante a la vecina. Era una de las que la visitaron el primer día, no recordaba su nombre.



-Perdón, ¿Qué ha pasado?


-No lo sé. La oí dar alaridos, vi por fuera de la ventana que no dejaba de gritar y dar vueltas, así que llamé a la policía.



Después de una corta conversación con la vecina, Silvia entró a su casa de nuevo, con el estómago revuelto.



-Tenías razón.



-¿A qué te refieres, Silvia?


-Tan solo era una lunática… si la hubieses visto ahora… bueno, al menos no volverá a molestar a nadie y recibirá la atención que necesita.


Detrás del periódico, Eibon sonrió.



Siempre hay un pez más grande